Hace unas semanas, tenía turno con el odontólogo. Y antes de eso, otro turno en otro lugar. Horas antes me avisaron que se cancelaba ese turno; entonces aproveché para ir a hacer un trámite en otro sitio. De ahí tenía veinte minutos para llegar al turno con el odontólogo. “Tiempo suficiente”, pensé. Resulta que, al subir, el conductor del autobús iba demasiado despacio y eso hizo que me retrasara y llegara tarde al turno. “¿Cómo es que estoy llegando tarde si tenía tiempo?”, pensé. Eso hizo que todos los tiempos se alargasen, que saliera más tarde del médico, y así sucesivamente. En fin, “cosas que pasan”, ¿no? Al salir, puse el GPS para saber cómo ir al siguiente destino. Me dio una combinación de dos autobuses; una muy buena opción, porque uno de esos colectivos siempre tiene mucha frecuencia. Fui al primero, subí, y cuando quise ver el segundo, desapareció por completo esa opción del GPS. Y yo no recordaba dónde me tenía que bajar para combinar.
Estuve a punto de ponerme a googlear, pero en ese instante sentí que no debía hacerlo. Acepté la indicación y fui por el segundo colectivo que me sugirió el GPS. Al bajar, coincidían las paradas, así que me quedé ahí. En un abrir y cerrar de ojos, vi que se estaba yendo delante de mis ojos ese autobús que tenía que tomar. “¿Cómo no lo vi, si estoy esperando justamente eso?”. Me quedé muy sorprendida y me dí cuenta de que había algo raro en toda la secuencia que estaba viviendo; aunque no sabía qué, tenía claro que algo pasaba. Me dispuse a “seguir esperando” de buena gana el autobús que el sistema me indicó, pero lo hice cantando. En eso, alguien se paró al lado mío y me dijo: “Hola, Tam”.
Me sorprendió, porque conocía a la persona, pero no era un lugar que yo frecuentase; entonces, le dije; “¡Ay! ¡Hola! ¿Cómo estás?”, a lo que me respondió, con sus ojos llorosos: “Recién salí del médico. Vio mis estudios y me dijo que tengo dos tumores”. ¡Guau! Ahí mismo nos abrazamos y empezamos a cantar lo que yo había estado entonando. Automáticamente, el cielo descendió a ese lugar común y corriente, la parada de un autobús, y se convirtió en un oasis de paz. No sé cuántos minutos pasaron, pero no estábamos ahí. Al abrir los ojos, entendí todo. Dios distrajo mis ojos unos segundos para que no viera el autobús que se fue, porque, si no, yo no habría estado ahí en ese momento. También intervino en el retraso del primer colectivo y me desapareció la opción del siguiente colectivo en el GPS para que yo estuviera en ese instante exacto, en ese lugar, y pudiera cruzarme con esa persona para que Él la abrazara. Él quería ser amor y abrazo, quería decirle: “Acá estoy”, “Sigo en control”, “Estoy pendiente de tu vida”, y lo hizo a través de mí.
Yo solo hago ese recorrido una vez al mes. Y “justo” en esa oportunidad coincidió exactamente con ese momento en la vida de esa persona. Ese día, el cielo me contrató para que su voluntad se estableciera. Yo simplemente tuve que morir a mi voluntad, a mis tiempos, a mi manera de hacer, y dejarme guiar por el Espíritu Santo. Eso es ser sus colaboradores.
El cielo se sintoniza con la Tierra cuando tenemos un corazón disponible para Jesús. Cuando nuestra vida ya no es nuestra, sino que se la damos, Él puede hacer lo que quiere en esta Tierra, en todo momento. Cuando recibimos a Jesús como Salvador, Él nos da la vida eterna, un regalo maravilloso. Y muchos nos quedamos ahí. Pero Él no solo quiere ser nuestro Salvador, sino que quiere ser nuestro Gobernador. Desea introducirnos en el Reino de los cielos.
Pero a ese Reino solo se puede acceder si morimos. “Luego Jesús dijo a sus discípulos: ‘Si alguno de ustedes quiere ser mi seguidor, tiene que abandonar su propia manera de vivir, tomar su cruz y seguirme’” (Mateo 16:24, NTV). Si yo me gobierno, Él no me gobierna. Sí yo renuncio a mi gobierno a través de la cruz, negándome a mí mismo, ahora el trono se puede establecer en mí y su Reino viene. No hay lugar para dos tronos en mi corazón. O gobierna el cielo, o gobernamos nosotros. Todos recibimos a Cristo, y al hacerlo, entramos en un Reino invisible, donde hay un Rey que gobierna, con una Constitución y leyes totalmente diferentes a las de este mundo.
No lo recibimos solo para ir al cielo cuando morimos, sino para traer el cielo a la Tierra mientras vivimos. Antes, yo podía ir adonde quería, hacer lo que a mí me parecía, pero ahora hay un trono en mí corazón, donde hay sentado un Rey que me gobierna. Y ese trono todos los días me quiere dirigir, y cuando me resisto —porque mis deseos me quieren guiar—, entonces empiezo a luchar con Dios, porque hay dos voluntades queriendo reinar. “Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta” (Juan 5:30).
Jesús no hacía nada que no fuera lo que el Padre le decía. Esa es la manera de funcionar en el Reino de los cielos. Dependientes del Padre celestial. Yo ya no me pertenezco. Él ahora me gobierna. Estoy en este mundo, si, pero dentro de mí tengo el trono de un Reino que no tiene fin, un Reino eterno que me dirige. Pablo lo expresa muy bien, cuando dice: ”En cuanto a mí, que nunca me jacte de otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Debido a esa cruz, mi interés por este mundo fue crucificado y el interés del mundo por mí también ha muerto” (Gálatas 6:14 ).
Ya no hago nada por mí misma. Cuando acepté al Salvador, también acepté el trono. Ya no tengo mis sueños; ahora tengo los suyos en mi corazón. Sueños buenos, agradables y perfectos. Mi dinero ahora es su dinero. Mis decisiones ahora son sus decisiones. Mi pasaporte dice “ciudadana del cielo”. Soy su colaboradora. No compro, no vendo, no voy, no digo, ni pienso de manera independiente. Ya no puedo hacer nada sola porque “Mi antiguo yo ha sido crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20). Ahora solo escucho su voz y hago lo que Él me pone en el corazón. Así funcionaba Jesús en la Tierra. Y así fuimos llamados a funcionar.
“Y ustedes deberían imitarme a mí, así como yo imito a Cristo” (1 Corintios 11:1). No se trata de imitar a Cristo en sus hechos, sino en su rendición, porque es a través de la rendición y la entrega que Él pudo hacer todo en esta Tierra, y de esa misma manera desea que funcionemos. Él no se pertenecía y no hacía nada que no fuera lo que el Padre le decía. Jesús les dijo: “Les aseguro que yo, el Hijo de Dios, no puedo hacer nada por mi propia cuenta. Solo hago lo que veo que hace Dios, mi Padre” (Juan 5:19).
Él caminó sin depender de su poder, sino de su Padre celestial. El Padre le decía qué hacer y qué no hacer. Porque es el Padre el que hace todo. Jesús era Dios, pero no actuaba independiente de Dios. Él se autolimitó para mostrarnos cómo es vivir con un trono en el corazón. Yo ya no me pertenezco. Ahora soy del cielo y para el cielo. El Dueño del universo se apoderó de mí. “María respondió: ‘Soy la sierva del Señor. Que se cumpla todo lo que has dicho acerca de mí’. Y el ángel la dejó” (Lucas 1:38). Dios quiere hacer todo a través de nosotros.
Podría hacerlo sin nosotros, pero prefiere incluirnos, y en ese deseo se evidencia su amor. Nos hace partícipes de su plan. Nos eligió para esta hora, nos atrajo a sí mismo, nos trasladó de tinieblas a luz, nos hizo parte de su familia y nos llama “amigos” cuando hacemos su voluntad. Todos los días se establece una agenda terrenal y una agenda celestial, y me toca elegir cuál me va a dirigir. El día que Dios tiene tu tiempo y tu dinero, ese día, te tiene por completo. Y esto no se trata de no hacer nada, sino de no hacer nada por mi propia cuenta.
Ahora mi vida es su vida, y su vida es mi vida. Ya no elijo de acuerdo a los intereses o mandatos del sistema del mundo, tampoco de acuerdo a mis ganas, sino de acuerdo a la voluntad de Dios. Humanamente, es imposible hacerlo; por eso es necesario morir. Morir cada día y dejar que Él haga todo a través de nosotros. Cuando hay altar en mi vida, ya no hay más lucha, porque en el altar muere mi voluntad y solo queda la suya. “Les digo la verdad, todo el que crea en mí hará las mismas obras que yo he hecho y aún mayores, porque voy a estar con el Padre” (Juan 14:12).
Cuando en el trono de tu corazón está sentado Él, tu destino es hacer mayores cosas que las que Él hizo, porque ahora obrará con vos. “Él me pide vivir una vida que NUNCA podré vivir, y me pide que haga la obra que nunca podré hacer, para que así me dé cuenta de una vez que es necesario morir para que Él lo haga en mi” (Watchman Nee).
Morir para vivir.