En el interior del interior de un país insignificante, entre el olor a vacas, ovejas y pastores ignotos, bajo el pesado yugo de servidumbre a la Roma decadente, nace Dios. María grita mientras puja y puja. Cristo ingresa al mundo por las puertas de la sangre.
Forcejeos. Horribles miedos consejeros en las temblorosas piernas como puentes; las intrigas y la duda de la vida o lo desconocido o lo definitivo. El estómago como un globo enorme que se tambalea, se contrae y simula un estremecimiento final para luego renacer a golpes de puños. Toda la cara hecha sudor y nervios. Pulsión de músculos debatiendo; arrugas de gozo, comisuras caídas por el quebranto, lágrimas rituales y encías abdicando hacia lo profundo.
Testigos emplazados junto al altar de la creación, como peces o ramas o alimentos. Irradiar: la iridiscente superación del umbral uterino. Pequeños dedos de un pie minúsculo avanzan hacia lo nuestro, patean el destino de la desesperanza, el abandono y la paranoia de la leche desparramada. Una carne roja emerge débil, indefensa; la inocencia de un golpeteo seco e inmediatamente, sobre los ahogos, un grito de paz.
Algunas manos se ciernen en el espacio lleno de pujas para asistir al rústico duelo en el que Dios y el ser humano, lo primitivo y lo final, las garras y el desasosiego, los brotes y la hoz, Adán y Eva y sus descendientes y el futuro de todos se entrecruzan en el saludable hábito carmesí de vencer la muerte desde la sangre… vencer la muerte desde la sangre… vencer la muerte desde la sangre… como Cristo nos enseñó otra vez.
Tengo entre las manos el retrato de un Dios tan moderno como mis dedos, un Dios que se parece poco a los estereotipos y rompe los cristales de nuestra soledad. Si Cristo viniera hoy sería keniata, serbio, vietnamita o boliviano; se parecería tanto y tan poco a mí y a mis prójimos que nos dejaría entre la incredulidad, la fascinación y el desencanto; deconstruiría a Derridá, desafiaría a Trump, usaría parábolas de la cultura de masas; estaría rodeado por personalidades, pero dormiría en las favelas; no defendería partidos ni sectores ni siglas; protegería a los desclasados, a los que son escupidos y a aquellos que son crucificados a diario. Saldría a menudo en las noticias acusando a la prensa de levantar la bandera de los vampiros y hacer que tantos inseguros consuman hasta quedar secos por dentro.
Si Cristo volviera hoy tendría una fragilidad misteriosa, una fuerza descomunal recluida en un rostro generoso. Sería como ese niño que nace en las periferias y sin embargo controla el universo. Sería como ese joven que se deja crucificar y al que, sin embargo, la muerte no puede vencer. Sería como ese espacio vacío que ahora mismo te grita desde adentro y, a pesar de todo, deja que seas vos quien le ponga palabras, amor y contacto a una Navidad llena de consumo.
Dios quiere nacer en tu corazón… y vos sos el dueño del pesebre.