Luego de Hechos 1:12-26 vemos que después de la muerte y resurrección, Jesús había estado durante cuarenta días entre los discípulos. Las Escrituras nos dicen que cada ocho días los visitaba para comer y pasar tiempo con ellos. Pero luego de su ascensión, los discípulos, un tanto entristecidos, regresaron a Jerusalén con la palabra de permanecer allí a fin de recibir al Espíritu Santo.
No obstante, antes de la venida del Consolador, había que cubrir la vacante que había dejado Judas. Lucas es muy gráfico al señalar que cayendo de cabeza, estando en la horca, su cuerpo se reventó por la mitad y todas sus entrañas se derramaron, bañando la tierra de sangre. Fue por eso que aquel lugar donde Judas murió se llamó Acéldama, que significa “campo de sangre”.
Después de su trágica muerte, era necesario ocupar su lugar, porque ¡había que limpiar el campo de sangre! Los que señalaron para la vacante fueron José, llamado Barsabás, y Matías, dos que habían estado con los discípulos, hombres comprometidos, que no eran de la más conocidos, pero que habían seguido a Cristo y no habían claudicado, a pesar de la oposición.
Finalmente, Dios escogió a Matías, un periférico, un discípulo que no era parte de los doce, pero que había permanecido desde el bautismo de Jesús, hasta la resurrección de Jesús. Matías siempre estuvo allí, donde Jesús estaba, pero las Escrituras nunca lo mencionan, hasta este momento.
Esto nos enseña que, aunque la gente no nos tenga en cuenta, y pasemos muchas veces desapercibidos ante la multitud, Dios siempre nos tiene en cuenta, Él ve nuestro corazón y nos recompensa. ¡Vale la pena permanecer a la par de Cristo! Hoy nos toca ser protagonistas, y ocupar la vacante que otros han dejado.
Hay campos de sangre que necesitan ser limpiados en nuestras ciudades, en nuestra nación; campos manchados por la corrupción y la traición. Dios nos ha llamado, nos ha escogido, para que, con nuestro testimonio, y nuestra vida íntegra, llevemos paz, bendición y restauración a nuestra tierra. Cristo ha limpiado nuestro campo de sangre, y ha cubierto nuestros pecados con una sangre superior, para que hoy podamos tener parte en su reino y en su obra aquí en la tierra.
La sangre de Cristo redime de toda maldición a todos aquellos que acceden ante el trono de la gracia para hallar oportuno socorro.
Mateo 27:1-9 dice:
1 “Venida la mañana, todos los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo entraron en consejo contra Jesús, para entregarlo a muerte. Y le llevaron atado, y le entregaron a Poncio Pilato, el gobernador. Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Mas ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de sangre. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel; 10 y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor”.
Judas no solo se pervirtió por su amor al dinero, sino también por la incorrecta expectación con respecto a la figura del Mesías. Como otros discípulos, él pensaba que Jesús vendría a liberarlos del yugo de los romanos, y que, como un gran líder militar, le devolvería a Israel el esplendor que había perdido por causa de sus enemigos. Judas era un hombre ligado a la política, y con un gusto en demasía por el dinero. Esto lo llevó a la traición, y más tarde a horca.
Marcos 4:19 dice: “…pero las preocupaciones del mundo, y el engaño de las riquezas, y los deseos de las demás cosas entran y ahogan la palabra, y se vuelve estéril”.
Judas estaba cegado por su amor al dinero, y por la preocupación de ser libres de la opresión de los romanos. Más allá de todo, siente remordimiento por haber entregado a Jesús por treinta monedas de plata, el valor de un esclavo, y se dirige a los principales de los sacerdotes y ancianos para enmendar su error, pero es demasiado tarde.
Judas pensaba que Jesús se iba a escabullir, como lo había hecho tantas veces cuando la multitud quería apresarle, o tirarlo de un barranco. No obstante, cuando se da cuenta de que esto no ocurriría, y que Jesús estaba condenado, se quita la vida y derrama su sangre, una sangre maldita.
Para limpiar un campo de sangre, para limpiar nuestra tierra, no hay que ir a los sacerdotes, sino a Jesús. Judas fue a los sacerdotes, atormentado por la situación, pero ellos le dieron la espalda. ¿Qué hubiera pasado si Judas hubiera ido ante Jesús con un corazón arrepentido? Jesús dice: “…al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).
Pedro también le negó, pero lloró amargamente y pidió perdón a Jesús. La religión no salvó a Judas. Los sacerdotes no quisieron dar marcha atrás con el trato y aceptar la devolución de las treinta monedas de plata, un dinero que habían obtenido de la ofrenda del pueblo. Pero después de consultar, compraron con ese dinero un campo para enterrar a los extranjeros, llamado “campo de sangre”, cumpliendo así lo dicho por el profeta. Los sacerdotes usaron las ofrendas y los diezmos del pueblo para hacer lo indigno, como un soborno.
Cuando la ofrenda y los diezmos del pueblo son usados para cosas indignas, la tierra queda maldita. Contaminamos nuestras vidas cuando usamos el dinero que le pertenece a Dios para gastarlo en lo que no corresponde. Jesús dijo: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21).
Quedarnos con aquello que le corresponde a Dios, con las ofrendas y los diezmos, trae maldición a la tierra. Quien hace esto está comprando para sí un campo de sangre. Por eso, siempre debemos darle a Dios lo que le pertenece, para que en nuestra vida haya bendición y prosperidad.
Pilato se lavó las manos, porque no quiso tener parte con la muerte de Jesús. Él dijo: “Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros”. Él tenía que hacer justicia, pero decidió hacerse a un lado. Los campos se tiñen de sangre cuando las personas encargadas de impartir justicia obran corruptamente. Pero hoy podemos limpiar los campos que fueron manchados por nuestros pecados, y por los de nuestras generaciones. ¿Cómo? Restituyendo lo que está vacío.
Si Judas ya no está, debemos cubrir el puesto vacante. Nada debe quedar incompleto. Porque cuando se completaron los doce, inmediatamente después vino el Espíritu Santo con poder sobre todos los que estaban en el aposento alto, vino el pentecostés, el viento recio que impulsó a la iglesia a escribir las páginas más gloriosas de un avivamiento sin precedentes, que continúa hasta nuestros días.
1 Pedro 1:18, 19 dice: “…sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación…”.
La sangre de Cristo, una sangre perfecta, que trae redención, es aquella que limpiará nuestros campos de toda sangre de maldición. Corramos a Cristo, no vayamos tras la religión, tras los políticos de turno, porque solo traeremos destrucción a nuestras vidas. Llenemos lo que está incompleto, restituyamos lo que se perdió, y aferrémonos a Cristo.
Hebreos 12:1-2- dice: “…corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe…”.