El éxodo de los Israelitas por medio de la poderosa mano de Dios, antecedido por diez plagas que culminaron con la ruina del imperio egipcio esclavizador, nos invita a reflexionar sobre un hecho que se repite tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: el cambio de naturaleza, identidad y una nueva mentalidad en las personas debido a una experiencia redentora.
Durante cuatrocientos años, Israel habitó en tierras egipcias. En tal entorno, el pueblo no solo tuvo que contender con el oprobio del imperio, también en el transcurso del tiempo, absorbió la cosmovisión, los paradigmas y la cultura de los lugareños. Lo más problemático fue que Israel adoptó y naturalizó el sistema politeísta en su mentalidad cuando sus ancestros habían sido adoradores del único y verdadero Dios “YHWH” (Jehová).
Para remediar esta situación, volver al cauce de su voluntad y redimir la identidad del pueblo Israelita, Dios actuó de manera portentosa:
En primer lugar, Dios envió diez plagas que, en un sentido mayor, avasallaron directamente a los dioses e ídolos egipcios. El sol, el ganado, el río Nilo, y hasta el mismismo faraón, entre otros objetos, eran venerados como dioses. Las catástrofes se dirigían específicamente a cada uno de estos ídolos creados por el hombre.
De esta manera Jehová no solo señaló la inestabilidad y futilidad de confiar en los ídolos representativos de los aspectos proveedores y guiadores, sino que dio una clara señal de que Él era el único y verdadero Dios.
En segundo lugar, en Levítico 20:26 las Escrituras registran el propósito definidor de la identidad de su pueblo según Dios: “serán santos porque yo soy santo”. Dios liberó al pueblo esclavizado de vivir en un entorno donde imperaba la mentalidad politeísta y fomentaba una identidad y un carácter ajeno a su santidad y propósito.
El éxodo demuestra que Dios movió a su pueblo de las tierras egipcias con una visión estratégica: actualizar la definición de su identidad como pueblo santo (llamado, separado, consagrado, capacitado para su servicio). Los guió a vivir caminar centrados en su ser y su presencia en el desierto, estableciendo su primer morada entre ellos (Éxodo 25:8), donde los israelitas podían vivir en comunión con Él, aprender de su santidad, vivir según su voluntad, y servirle.
Pero a lo largo de la historia de Israel, desde el mismo inicio de su trayectoria en el desierto hasta la caída de los dos reinos, Israel y Judá por manos de los Asirios y Babilonios, la tendencia del pueblo ha sido desviar su cometido de permanecer en la voluntad de Dios, siendo influenciados y persistiendo en una mentalidad idólatra. Su obstinación y desobediencia han sido permanentes, lo cual acarreó su derrota, degradación y castigo.
Tal había sido la inconsistencia del pueblo elegido que, a pesar del mensaje profético llamándolos al arrepentimiento, Dios decidió dar por terminada su protección sobre ellos para luego seguir con su plan mayor, la llegada de su Hijo, según lo advirtieron los profetas del Antiguo Testamento.
Al llegar el Hijo de Dios, los líderes judíos (escribas, fariseos y saduceos) no pudieron concebir a un mesías cuyas obras misericordiosas, a su vista, menospreciaba las leyes y costumbres humanamente establecidas (Ejemplo: ministrar en los sábados). Estos líderes seguían aferrados a las costumbres humanas e idolatrando sus rituales.
Estos líderes se crearon una identidad propia aferrada a sus tradiciones y nacionalismo etnocéntrico, tergiversando tanto al mensaje de redención como a la santidad de Dios. Su identidad llegó a ser ajena al designio de Dios e idólatra, definida en sus propios parámetros culturales.
Pero la venida de Cristo a la tierra, analógicamente hablando, ofrece nuevamente una imagen similar a la del Éxodo: Dios libera al pueblo oprimido por el pecado con el propósito de habitar en medio de ellos y enseñarles su santidad. Pedro recapitula el mandato de Levíticos 20:26 “sean santos porque Yo soy santo” (1 Pedro 1:16). Esta vez no se limitaría a una zona geográfica y pueblo en particular, sino que el plan maestro de Dios ahora llega a su auge: la salvación del mundo, gente de toda lengua y nación.
Jesús propone el éxodo del entorno secular del cosmos, y la regeneración de la identidad sujeta a la esclavitu del pecado, ofreciendo libertad a “todas las naciones” (Mateo 28:19). La obra, la muerte y la resurrección de Jesús trae un cambio paradigmático para el mundo entero: un Dios que sirve, un Dios que se sacrifica, un Dios que trae verdadera justicia sin parcialidad, que no es etnocéntrico, no discrimina, tampoco es sexista. En definitiva, un Dios verdaderamente Santo y que invita a los esclavizados por el mal a cambiar su naturaleza, su identidad y ser santo como Él.
El apóstol Pablo, en la epístola a los Romanos, ofrece instrucciones acerca del estilo de vida de aquellos que recibieron esa gracia. Él enfatiza la vida de santidad (Romanos 12:1-2), dando la razón y el proceso para lograr realizarla: no adaptarse al mundo actual y ser transformados con una mente nueva.
El ejemplo del pueblo de Israel nos advierte que constantemente estamos siendo influenciados y amoldados por las costumbres y los paradigmas de los entornos esclavizantes en los que vivimos. En general, la cultura local en la que uno nace y vive normaliza el pecado y resalta el atractivo de los ídolos de la zona. Pablo nos invita a auto-examinarnos y también, a evaluar la cultura que aprendimos y en la cual vivimos.
A su vez, en Romanos 12, vemos la clave para poder entender la voluntad de Dios mediante el empleo de una mente nueva con la cual, al ser tentados a amoldarnos a las corrientes vigentes nos preguntamos: ¿Es esto algo que conduce a la santidad? ¿Es esto agradable a Dios y conforme a su Palabra? ¿Es esta práctica cultural normal para mí pero contradictoria a las escrituras?
ROMANOS 12
Leer la Palabra sin una mente renovada conduce a las malas doctrinas y una interpretación viciada por los paradigmas seculares. Por lo tanto, es necesario adquirir una mentalidad sin subjetividades e ídolos culturales, familiares y/o personales para comprender y aplicar las Escrituras en su propósito real. Aunque los líderes israelitas eran grandes estudiosos de la Palabra, ellos no pudieron reconocer a Jesús como el mesías por este simple hecho.
En síntesis, el éxodo indica que Dios, para redimir al ser humano, debe destruir la base de una vieja identidad. Jesucristo vino a culminar la obra de redención del pecado y sobre todo, de la raíz de donde surgen. Los contextos culturales pueden parecer inofensivos y hasta agradables, sin embargo, moldean el formato de toda identidad, cuestión que requiere de ser revisada.
Para efectuar este proceso se requiere humildad, reflexión y arrepentimiento. Sobre todo, se necesita valentía para confrontarse a sí mismo y atreverse a abandonar lo viejo por lo nuevo, abandonarse a uno mismo, rendirse, y seguir a Cristo con una mente dispuesta.
Martín Kim, Lic., M.Div., Th.M. Gerente Administrativo y Profesor adjunto de la Facultad de Teología Integral de Buenos Aires.