El seminario de vida cristiana y familia estaba a punto de terminar, cuando el moderador abrió un espacio a preguntas. Una persona entre los asistentes, con una congoja que se le notaba en su voz como resultado de la frustración que experimentaba porque sus seres queridos no eran cristianos, irrumpió: “Quiero que mi familia se entregue a Cristo y se congregue en mi iglesia, pero no lo puedo lograr. ¿Qué puedo hacer?”.
Es muy probable que sea la situación que muchos creyentes experimentan. A continuación se ofrecen algunas sugerencias a partir de semejante afirmación y de lo que se piensa en el fondo:
En primer lugar, se debe reconocer la necesidad de no dejar de insistir, de evangelizar y, sobre todo, a nuestras familias. Esta tarea necesita acompañarse con la oración a Dios a favor de la familia, no solo para rogar por su vida, sino además para pedir para que en sabiduría y paciencia sepamos cómo actuar.
Velar por la entrega a Jesucristo implica constancia y paciencia. Es decir, que el cristiano no abandone la intención de hacerlo desde su testimonio personal hasta el mensaje que comunica.
En segundo lugar, cada creyente necesita saber que la conversión a Cristo de una persona no depende de nuestros esfuerzos y logros humanos.
Aunque es cierto que le toca a la Iglesia la comisión de la evangelización, es Dios quien puede llevar adelante semejante obra. Recordemos las palabras del apóstol Pablo: “Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios” (Efesios 2:8).
Lo siguiente a considerar es que lo más importante es la conversión de un alma. Y, a continuación, su inserción en una iglesia local, una comunidad de fe donde el nuevo creyente comience a crecer, entender el plan que Dios tiene preparado para su vida y aumentar su fe. Mientras esto sucede, podrá descubrir sus dones y capacidades que pueden disponerse para compartir el amor que ha recibido del Señor.
Sin embargo, muchos creyentes que se encuentran en el proceso de ver un familiar acercarse al Señor, casi de inmediato comienzan a ejercer una presión insostenible y poco entendida para quienes se inician en la fe: tienen una insistencia casi caprichosa para llevarlo a “su iglesia”.
En realidad, lo indispensable para “el nuevo” sería conducirlo a un lugar en el que pueda identificarse y experimentar lo más pronto posible un sentido de pertenencia. Cuánta alegría da ver padres que, en pos de la conversión y crecimiento espiritual, aceptan que sus hijos se congreguen en un lugar diferente al que ellos asisten. Incluso, en algunos casos se disponen a acompañarlos aunque cueste dejar su propia congregación.
Los cristianos somos desafiados a desarrollar una “conciencia de Reino”. Esto es, comprender que lo más importante es que las personas lleguen a un encuentro personal con Jesucristo y se afirmen en una congregación local. Después de todo, su Reino no se compone de “una iglesia”, sino de todas las iglesias del Señor y eso significa que trabajamos para su gran comisión.