Todos, en algún momento de la vida, llegamos a un punto de quiebre.
Esta es la historia de un muchacho que tenía una vida como la de cualquier otro. Familia, amigos, deporte, estudios, futuro. Pero un día algo sucedió, en su piel apareció una mancha rara. Sus padres lo llevaron al médico, que además era sacerdote, luego de examinarlo el diagnóstico fue crudo y cruel. El muchacho se había contagiado de lepra.
Su piel empezó a verse afectada, con clara disminución en la sensibilidad al tacto, calor o dolor. Sus manos, brazos, pies y ojos fueron los principales en sufrir el impacto. Cansancio, debilidad y lesiones que no sanaban.
En esa época no existía la cura para esa enfermedad, y según las creencias debían expulsar a las personas con lepra de su comunidad. «Los enfermos de lepra deberán romperse la ropa y andar despeinados, y mientras dure su enfermedad serán considerados gente impura. Vivirán apartados, fuera del campamento. Además, se cubrirán la mitad del rostro e irán gritando: ‘¡Soy impuro! ¡Soy impuro!’” (Levítico 13: 45-46 TLA). ¿Te imaginás vivir así?
Fue pasando el tiempo, su confort había desaparecido y ahora su “normalidad” era estar solo, mal vestido, despeinado, con caída de cabello y sin fuerzas. Al acercarse alguien, debía gritar “SOY IMPURO, SOY IMPURO”, porque de lo contrario podía ser asesinado. No más abrazos, besos, cumpleaños, salidas con amigos, palabras de cariño.
Estaba destinado a la soledad, al rechazo, la discriminación y la violencia, a permanecer encerrado en una cueva, solo. Me imagino que en algún momento habrá pensado ¿Qué hice para merecer esto? ¿Por qué? ¿Para qué nací? Estaba harto de todo, harto de su vida.
Un día llegó el punto de quiebre, y dijo BASTA, BASTA DE TODO. Su mente empezó a volar, a llenarse de pensamientos cada vez más fuertes. Por eso salió de ahí.
Se repetía a sí mismo: «No sirvo, soy horrible, nadie me quiere, si no estoy nadie lo va a notar, me odio con todo mi ser. Quiero terminar con todo, BASTA, estoy harto, me quiero morir».
Empezó a caminar, saliendo de la cueva, en dirección a un lugar para acabar con todo, quizás un precipicio. En su andar observó que había mucha gente reunida en un lugar.
Tal como era la costumbre, empezó a gritar “SOY IMPURO, SOY IMPURO”. Pero, ahí notó que algo diferente pasaba. Gritos eufóricos de alegría y asombro. ¿Qué era lo que ocasionaba eso? No recordaba momentos así. No entendía el porqué, pero algo cambió y una nueva valentía nació en su corazón. Con sus ropas cubrió su rostro y manos, para no ser detectado. Paso a paso, se empezó a infiltrar entre las personas.
Ya casi en medio de la multitud, observó cosas que nunca había visto. Un hombre que hacía milagros impresionantes. Una mujer que no oía empezó a escuchar. Un niño ciego comenzó a ver. Una abuelita que no podía caminar salió corriendo de allí. Endemoniados eran libres, las personas eran transformadas. Aún con el rostro tapado, pudo escuchar a las personas que decían que ese hombre se llamaba Jesús.
En su interior volvió a correr un pensamiento: “BASTA, BASTA DE TODO”, se repetía y repetía. Su corazón empezó a latir como nunca, parecía que se le saldría del pecho.
Algunos pensamientos quisieron volver, como «¿Por qué esta persona haría algo por mí?» Dudó en seguir con el plan de quitarse la vida, pero recordó cómo era su rutina antes de la lepra, cómo disfrutaba estar con su familia y sus amigos, y tener salud.
Entonces tomó una decisión peligrosa que cambiaría su vida para siempre.
Empezó a caminar apartando a la gente, esquivando, haciéndose espacio y, mientras tanto, no perdía de vista a ese hombre. La gente no se daba cuenta ya que estaba todo cubierto. No dejaba a nadie ver sus llagas, heridas y defectos.
Siguió avanzando, más, más y más, hasta que llegó a un espacio libre iniciando una carrera hasta los pies de Jesús, se puso de rodillas y apoyó su frente en la tierra. Allí tiró la manta que lo cubría, quedando totalmente expuesto, mostrando sus heridas y su enfermedad a todos, y en especial a Jesús.
Pudo escuchar el asombro de todos los presentes. Algunos lo empezaron a insultar, otros empezaron a llamarlo como siempre INMUNDO, LEPROSO, IMPURO, otros en silencio, otros levantaban piedras del suelo, con odio en sus rostros, listos para apedrearlo y matarlo allí mismo.
Pero ahí, de rodillas y con su frente en tierra a los pies de Jesús, le dijo:
«… Si quieres, puedes limpiarme. Movido a compasión, Jesús extendió la mano y tocó al hombre, diciéndole: —Sí, quiero. ¡Queda limpio! Al instante se le quitó la lepra y quedó sano. (…) Pero él salió y comenzó a hablar sin reserva, divulgando lo sucedido. Como resultado, Jesús ya no podía entrar en ningún pueblo abiertamente, sino que se quedaba afuera, en lugares solitarios. Aun así, gente de todas partes seguía acudiendo a él”. (Marcos 1:40-45 NVI).
Lo loco de esto es que Jesús pudo haber mirado para otro lado, insultar, ignorar, orar por él desde lejos, o bien levantar una piedra incitando a un homicidio. Pero, lo maravilloso de Jesús es que no hizo nada de eso, sino que, a la vista de todos, lo tocó, le habló y lo sanó.
Al igual que el muchacho, tal vez hemos llegado al punto de decir BASTA DE TODO. Pero, ¿basta de qué? Basta de enfermedad, soledad, tristeza, angustia, depresión, rechazo, discriminación, adicciones, pornografía, peleas, violencia, culpa, suciedad, malos pensamientos, pensamientos suicidas, y más.
Hoy tenemos la oportunidad de cambio.
Te desafío a RECONOCER tu situación, vulnerabilidad y necesidad de algo nuevo. ENFOCATE, a pesar de lo que digan y piensen los demás de vos. Poné los ojos en Jesús y avanzá. RENDÍ todo lo que sos, tus dolores, alegrías, aciertos, defectos, culpas, angustias, tristezas, todo ante Él.
Basta de todo, no es el fin. Es el principio de un nuevo tiempo, donde Jesús te restaura y potencia tus nuevas historias. Solo se necesita una decisión, la tuya.