Cuando terminé mi carrera universitaria como licenciada en Orientación Familiar, mi tesis se enfocó en un área que es poco abordada en relación a la familia, pero que considero fundamental para nutrirnos y vincularnos creando lazos profundos y raíces fuertes: familia y autoestima.
La primera escuela de las relaciones y de la autoestima es la familia. Es allí donde a través de la mirada de los padres, los niños aprenden a percibirse a sí mismos y a desarrollar —o no— una autoestima sana. Es allí también donde encuentran aceptación, sentido, propósito, valor, significado, seguridad y amor. Pero, por supuesto, esto mismo se experimenta y se traslada a todas las etapas del ciclo vital en las diferentes dinámicas que se dan en las relaciones familiares entre padres e hijos, cónyuges, hermanos, familia política, etc.
Por lo tanto, es clave que como mujeres elijamos conscientemente trabajar en lo personal este tema que nos atraviesa y nos impacta en todo sentido, entendiendo la importancia de capacitarnos y crecer en esta área de influencia para ser canales de bendición, especialmente en nuestro hogar.
¿Cómo te ves a vos misma?
La respuesta a esta pregunta es trascendente para todo en la vida ya que con distintos matices puede convertirse en una plataforma de activación o en una “máquina de impedir». En mi experiencia profesional y pastoral de tantos años, observo que para muchas personas, especialmente para las mujeres, la autoestima baja es un factor limitante no solo en cuanto a la manera de relacionarse consigo mismas, sino que especialmente las frena también en el ámbito interpersonal.
Una mujer que se percibe a sí misma como incapaz o sin aptitudes, o cuyo pensamiento la dirige constantemente a creer que no puede, que no vale, que no logrará lo que se propone, etc., no solo vivirá limitada en su propósito sino —entre otras cosas— en su concepción del mundo y de quienes la rodean. Y, por supuesto, esa concepción de sí misma y de los demás impactará directamente en la forma de relacionarse con los más cercanos y aun en la manera de criar a sus hijos.
Te comparto tres tips a modo de reflexión y te invito a comentarlos en familia como un disparador que los ayude a aproximarse a este tema crucial para la convivencia.
-Tomar consciencia de que la autoestima se forja en casa. Se va entretejiendo y afianzando de acuerdo a lo que el niño percibe de parte de los adultos más cercanos, ya que comenzará a verse a sí mismo como lo ven sus padres, y esto irá moldeando su carácter y orientando su personalidad.
La mirada de los padres, el reflejo que —como un espejo donde sus hijos se miran— le devuelve las demostraciones de amor, las palabras, las acciones, las apreciaciones o por el contrario la indiferencia, el rechazo, la falta de presencia, etc., son factores determinantes en la formación del autoconcepto y la autovaloración desde la temprana infancia.
Desde nuestro rol de madres (por supuesto también los padres) somos impulsoras primarias en el desarrollo de una autoestima sana y de relaciones positivas dentro de la familia.
Cuando en un hogar sus miembros se aceptan, se valoran y se perciben como parte importante de ese núcleo, cuando sienten y experimentan que ocupan un lugar especial, que son valiosos y tenidos en cuenta, se genera un ambiente facilitador de recursos emocionales y herramientas concretas para enfrentar las crisis y los cambios que sobrevienen a toda familia.
–Desarrollar una autoestima sana en lo personal. Partimos de la base de que para formar hijos con autoestima sana, se necesitan madres y padres con autoestima sana. Los hijos aprenden de lo que sus padres transmiten, no sólo de lo que dicen, sino especialmente de su ejemplo.
Cuando en lo personal nos ocupamos en desarrollar nuestros dones, capacidades, habilidades y expandirlas acorde al diseño de Dios, enseñamos a nuestros hijos a ir por el mismo camino. Si como mujeres trabajamos en nuestra seguridad interna, en los valores que mediante la fe nos sustentan y nos afirman en cuanto a la dignidad que tenemos en Cristo y al valor que Él nos da, sin duda esto será lo que brote por nuestros poros aun cuando estamos en silencio.
Lo anterior, querida mujer, es trascendente porque se relaciona incluso con el modelo y el estilo de crianza que llevamos adelante. Como siempre comparto, “impartimos lo que somos y dejamos un legado”.
Si vivimos dominadas por el temor y la inseguridad, por pensamientos que no van acorde a lo que Dios dice de nosotras, eso mismo es lo que transmitiremos en casa. Si vivimos con temor es más factible que criemos con temores e inseguridad. Si vivimos pendientes del qué dirán, es muy probable que criemos desde un enfoque de la hiperexigencia y perfeccionismo. Si vivimos limitadas interiormente porque pensamos que no podemos, que no somos capaces o nos sentimos menos, seguramente criaremos a nuestros hijos desde esa óptica e impartiendo lo mismo, aunque no seamos conscientes de ello.
-Amor incondicional. Así como recibimos de Dios esta clase de amor, podemos ¡y es imperioso! desarrollarlo en casa. El amor incondicional es un amor que implica aceptación, valoración, apreciación, empatía, sensibilidad y escucha activa, un amor que dice: “hagas lo que hagas, siempre te voy a amar y aceptar por ser quien sos”.
El amor incondicional, el saberse valorados no por lo que hacemos sino por lo que somos, son las raíces que deben profundizarse y cuidarse para que dentro de la familia se perciba el arraigo necesario y suficiente que les permita a sus miembros ir construyendo una autoestima sana, lo cual a su vez ayudará a que desarrollen relaciones familiares y sociales positivas.