“Y ciertamente, aún estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo… a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte.”
— Filipenses 3:8,10
En algún momento del caminar cristiano, todo hijo de Dios se enfrenta a una realidad profunda: la cruz no es el final de la historia. Es el inicio de algo mucho más grande. No es el techo de nuestra experiencia espiritual, es el cimiento. No es una tumba, sino una sala de parto, el lugar donde una nueva vida comienza.
La cruz no es una meta, es una puerta
Muchos ven la cruz como el punto de llegada, cuando en realidad es el punto de partida. No es el final de un proceso, sino el acceso al verdadero propósito. La cruz es donde el pecado muere, pero también donde el llamado nace.
Pablo comprendió esto de forma radical. En su carta a los Filipenses, declara que considera todo como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo. Aquello que antes era valioso —posición, reputación, logros—, ahora lo tiene por basura con tal de ganar a Cristo.
La cruz no apaga la vida. Apaga el ego.
Es el lugar donde el «yo» se somete para que Cristo reine. No es una estructura decorativa, sino una realidad espiritual que transforma desde dentro. No es un adorno para admirar, sino un altar donde morir.
La verdadera victoria cristiana comienza cuando pasamos por la cruz:
- Cuando muero a mi ego.
- Cuando se rompe mi orgullo.
- Cuando entrego mi voluntad.
- Cuando se terminan mis frustraciones y empiezo a vivir bajo el gobierno del Rey.
Detrás de la cruz hay transformación y comunión.
El mensaje del Evangelio no es solo el perdón de los pecados, es la transformación del ser. La cruz no solo limpia el pasado, crea algo nuevo.
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” — 2 Corintios 5:17
No se trata simplemente de portarse bien, sino de obedecer al Rey.
Portarse bien es religión. Ser transformado es Reino.
El Reino de Dios no se enfoca en modificar conductas externas, sino en implantar una naturaleza celestial que transforma desde el corazón.
Diego Lopez
Pablo lo entendió. Con Gamaliel fue informado. Pero fue en la cruz donde fue transformado.
La religión puede impartir conocimiento, pero solo la cruz puede impartir vida.
El Reino se manifiesta con un orden
- En mí: cuando el gobierno de Dios transforma mi mente, emociones y decisiones.
- A través de mí: cuando ese gobierno se refleja en mi carácter, acciones y servicio.
- Entre nosotros: cuando la comunidad de creyentes vive como iglesia alineada al Reino.
- En la tierra: cuando los hijos de Dios manifiestan el Reino al mundo.
“El anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios.” — Romanos 8:19
El hombre natural no puede comprender estas cosas. Para él, son locura. Pero para el que ha sido crucificado con Cristo, estas verdades son vida, dirección y propósito.
Un deseo ardiente por conocer a Jesús
Pablo no aspiraba simplemente a ser salvo. Anhelaba ser íntimo.
No quería saber más sobre Jesús, quería conocerlo más a Él. Su meta no era acumular información. Su pasión era profundizar en comunión.
“Quiero conocerle”, decía. No solo al Cristo de los milagros, sino al Cristo del sufrimiento.
No solo al Cristo resucitado, sino al Cristo crucificado.
Porque en ese conocimiento hay poder, identidad y propósito.
Detrás de la cruz encontramos perdón.
Diego Lopez
Detrás de la cruz encontramos comunión.
Y esa comunión nos transforma más allá de toda religión, más allá de todo acto externo. Nos lleva a una relación viva, real, profunda y creciente.
Este tipo de fe no se conforma con los primeros pasos. Quiere ir más allá. Busca profundidad. Desea conocer a Jesús de forma íntima, abrazar su cruz y reflejar su gloria.