Algunos años atrás, junto con mi esposo, nos anotamos en una carrera de aventura muy conocida en Argentina: “El cruce de los Andes”. Fueron tres días en los que en total recorrimos cien kilómetros. Quisimos competir juntos, como matrimonio, en la categoría de parejas. Por esto, teníamos que, precisamente, llegar juntos a cada etapa, si no quedábamos descalificados.

Cada día presentaba sus propios desafíos; conocíamos el recorrido de antemano pero no teníamos idea de lo que íbamos a enfrentar, ya que eran caminos por los que ninguno de nosotros había pasado antes.

ANDES
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Atravesamos valles, zonas de arena volcánica, caminos de piedra, lugares llenos de abrojos y espinos, bosques milenarios. Cruzamos ríos y arroyos helados, lugares con nieve, campos de lavanda. Realmente nuestros ojos no daban abasto al contemplar tanta hermosura, pero al mismo tiempo había lugares que se tornaban peligrosos y no nos parecían tan amigables.

A medida que avanzábamos podíamos sentir el cansancio muscular, el agotamiento físico, el cambio de humor y la falta de aire. No les voy a mentir, nos costó mucho conseguir un mismo ritmo como pareja. ¡Mi esposo largó como si se tratara de una carrera de cien metros llanos!

Esa música motivante que flotaba en el aire y la adrenalina a flor de piel hizo que se olvidara de mí, de que no era una carrera individual sino compartida. Me acuerdo de que le grité (en lo que fue nuestra primera pelea de la carrera): “¡Si vas a seguir así, continuá solo, porque esta carrera es larga y a ese ritmo no vas a llegar al final!”.

Aprender a respetar el ritmo de cada uno

De a poco nos fuimos acomodando. Fuimos aprendiendo a respetar el ritmo del otro, entendiendo que por momentos era bueno hablar y alentarnos, pero que en otros, la mejor opción era el silencio y la reflexión. Hubo espacios para emocionarnos, y otros para tomarnos de la mano y seguir a pesar del dolor en el cuerpo.

No siempre podíamos ir al mismo ritmo; por momentos nos teníamos que esperar y, en otros, uno de los dos necesitaba ser empujado para poder avanzar.

En muchas ocasiones fue bueno que nuestra atención estuviera puesta en llegar a la meta. Pero en otras, ese enfoque nos jugó en contra, porque no pudimos disfrutar del proceso. Nos perdimos de ver la belleza porque estábamos abrumados por el cansancio.

Al llegar a la cima fue increíble contemplar esa inmensidad, tanta hermosura. Nuestro corazón estaba acelerado, nuestros ojos humedecidos de tanta emoción… De repente nuestro cansancio empezó a disminuir y nos sentíamos con más fuerza. Nos fundimos en un abrazo porque realmente había valido la pena cada una de aquellas vivencias. El estar en la cima hizo que nuestra percepción de la montaña fuera diferente a la que teníamos cuando empezamos el recorrido.

Desde esa altura todo se veía tan chiquito; cada dificultad que habíamos atravesado parecía insignificante al observarla en perspectiva. ¡Había tanta belleza!

Cuando comenzamos a descender todo fue diferente. Claro que sentimos dolor, agotamiento tanto físico como mental y por momentos parecía que aún faltaba una eternidad para llegar a la meta, pero nuestra mente volvía, una y otra vez, a la cima. Ese momento había sido refrescante, esperanzador, nos había enseñado que desde arriba todo toma otro color.

Mirar desde la cima nuestro matrimonio


Esta experiencia me lleva a hacer un paralelismo con el matrimonio. Cómo nos cuesta a las
mujeres no perdernos en nuestra propia montaña, creyendo que corremos solas o que somos
incomprendidas. Todo por no detenernos a mirar a nuestro alrededor para encontrar ese
lugar alto, donde todo toma otra dimensión.

Nos “aventuramos” a la vida conyugal sin saber muy bien a qué nos enfrentamos.
Comenzamos con una energía impresionante, hasta que en algún momento percibimos que
nos movemos en ritmos distintos. ¡Primera desilusión! Pasamos por diferentes etapas, y en
muchas el dolor, el enojo o el orgullo hacen que no podamos ver la belleza que hay en ese
período del viaje.


Nos cuesta mucho entender que aun los tiempos de crisis podemos transitarlos a través de
campos de lavanda. Es verdad que a veces el recorrido se torna hostil y está lleno de
abrojos, espinos y rocas, terrenos en los que se dificulta avanzar con paz. Es ahí donde
tenemos que levantar la mirada y no perder de vista la cima, la razón por la que estamos
juntos: nuestro pacto matrimonial.


Por eso, es tan importante que hagamos lo que hacía Jesús: retirarnos a la montaña a orar,
Él sabía que desde ahí todo adquiría una perspectiva diferente. Cuánto necesitamos cambiar
nuestra mirada, para ver esa belleza inesperada en cada situación, ese aprendizaje, esa
oportunidad que nos da este viaje maravilloso.


Seamos como Jesús, apartemos tiempo en la cima para contemplar lo que está ocurriendo
en nuestro matrimonio desde arriba. Lo que Él nos mostrará será glorioso, y en ese instante,
al ver la inmensidad de su poder y su amor, cualquier situación o problema cobrará otro
sentido. Desde allí, desde la cima.

Valeria Siniscalchi
Lic. en Educación Física y Deporte. Lic. en Psicología, con postgrados en Terapia Integrativa y Terapia sistémica en Pareja y Familia. Trabaja como Psicóloga en diferentes ámbitos y lidera el Consultorio Pastoral de la Iglesia del Centro.