“Mi cátedra tiene perspectiva de géneros y minorías, si a alguien le incomoda, puede buscarse otra”. Así se presentaba la profesora de literatura norteamericana en un prestigioso profesorado público de Buenos Aires, allá por el 2002. Como era de esperarse, nadie cambió de cátedra: al fin y al cabo, esta docente venía con un posgrado en el exterior y su perspectiva empoderaba a la mujer.
Todas estábamos ávidas de aprender algo novedoso. Y digo todas, porque no había un solo hombre aunque, mirando en retrospectiva, hubiese sido muy interesante contar con una voz masculina por aquel entonces, solo para balancear un poco el debate.
Por supuesto que la primera clase, asumiendo que había acuerdo con su postura, la docente comenzó con la definición básica de minorías oprimidas, entre las cuales obviamente entraba la mujer, la diferencia entre sexo y género, la explicación de la no binariedad y el gran enemigo público: el patriarcado.
Empezamos con libros feministas, antipuritanos, leímos a los oprimidos y criticamos al opresor. Todo un año para confirmar, a través de escritos, que no hay nada más diabólico que la cultura judeocristiana y el macho opresor. De todo eso que nos atravesaba teníamos que despertar y liberarnos.
Y quizás en su momento no me pareció tan nocivo, pero la realidad es que la semilla del resentimiento y la mirada hacia el hombre como enemigo número uno, ya estaba plantada. No importaba cuánto tardara en crecer… el tiempo y las circunstancias harían lo suyo, y el enemigo también se encargaría de regar esa simiente con pensamientos y argumentos que validaran esas ideas.
No me malinterpretes, estoy felizmente casada, con cuatro hijos y un quinto en camino y creo en el plan de Dios para la mujer, la familia y el matrimonio. Sin embargo, este tipo de semilla echó raíces trayendo desconfianza, recelo, competencia, discusiones y muchas otras cuestiones, todo en nombre del empoderamiento femenino y la igualdad.
Había que demostrar que no hay nada que las mujeres no pudiéramos hacer, mientras que los hombres… bueno… a ellos les dejábamos el beneficio de la duda, en el mejor de los casos.
Como la Iglesia está inmersa dentro de una cultura, estas cuestiones también están dentro de ella y es necesario poder detectarlas a tiempo.
Hoy la batalla es por la mente de nuestros hijos: hay todo un aparato educativo montado para que nuestros niños se “deconstruyan” y se conviertan en seres humanos menos binarios y más tolerantes. Con los que piensan igual, desde ya.
¿Qué herramientas tenemos como Iglesia de Jesucristo para darle frente a esta batalla?
Y junto con esa pregunta, también debemos contestarnos si valoramos a nuestras mujeres lo suficiente como para entender que así como la familia necesita de papá y mamá, nuestras congregaciones necesitan desesperadamente padres y madres espirituales, para poder crecer sanamente. ¿O solamente hay lugar para ellas en el ministerio de niños y de alabanza?
Los dones espirituales no distinguen sexos: Dios los reparte a cada uno según su propia voluntad.
Por otro lado, celebro los cientos de congresos femeninos a lo largo y ancho del país. Pero ¿y los congresos de hombres? Yo creo que la Iglesia tiene en sus manos una gran solución a la violencia hacia la mujer que se viene sufriendo en nuestro amado país: enseñarle al hombre a cumplir con la responsabilidad que Dios le dio de proveer, proteger y promover a sus esposa e hijos. Tenemos la responsabilidad de enseñarles a amar a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y dio su vida por ella. No hay mujer que se resista a semejante sacrificio de amor.
Si algo he aprendido desde esa cátedra de literatura es a no subestimar el poder de una idea. Mis compañeras de estudios hoy casi todas portan la bandera feminista, por aquello inculcado hace ya casi veinte años. Pero nada le hace frente al poder del Espíritu Santo cuando se trata de transformar vidas. A Él no hay nadie que se le resista, porque en el Señor ni la mujer existe aparte del hombre ni el hombre aparte de la mujer (1 Corintios 11: 11).
Lo que el enemigo quiere usar para traer división y enemistad, Dios quiere transformar, haciéndonos entender que no somos competidores sino complementarios. Hombres y mujeres nos necesitamos, nos mejoramos: juntos es posible parecernos más a Jesús. Y el desafío es ser un modelo viviente de inspiración (no de perfección) para nuestros hijos y todos aquellos que nos vean. Seamos uno, para que el mundo crea (Juan 17:21).