Cuando estamos hablando de pecados que son pasados por alto o no considerados importantes, no debemos olvidarnos de los pecados de nuestros antepasados. Muchos no lo tienen en cuenta, porque lo ignoran y otros directamente lo niegan. Pero sea como sea debemos poner nuestra vida en las manos del Señor y trabajar en oración para llegar a ser libres de toda influencia extraña que nos limite como cristianos.
Los pecados ancestrales son los pecados cometidos por los antepasados, que son tendencia en toda la familia y que traen consecuencias en las generaciones posteriores. Esta es una de las maneras como los espíritus familiares se perpetúan de generación en generación, trayendo percances, ruina, miseria, y hasta enfermedades. Nadie puede negar esto, porque desde Adán y Eva se desató una herencia, de la cual nadie puede escapar y que trajo maldición a toda la humanidad. Pero cuando vamos a la familia deberíamos analizar los errores del pasado y hacer un arrepentimiento total y verdadero.
Se suele hacer mucho hincapié en la necesidad de romper las ataduras y maldiciones que nosotros hayamos heredado de nuestros antepasados, y no está mal. Es necesario poder examinar nuestro ser interior y evaluar si hay cosas para renunciar y cortar de generaciones pasadas. Pero también se vuelve sumamente importante que nosotros, como hijos de Dios, podamos sentirnos responsables del legado que le dejamos a nuestros descendientes.
Nuestras batallas espirituales ganadas son victorias que nuestros hijos disfrutarán, pero las batallas que no ganemos, las van a tener que pelear nuestra descendencia. La herencia espiritual es una poderosa ley de la cual nadie está excluido. Todo lo que sucede espiritualmente en nuestra vida va a repercutir a la próxima generación.
Uno de los ejemplos más claros e impactantes de la Palabra de Dios lo vemos en el linaje del rey David. Cuando traspasa el reino a la próxima generación, en manos de su hijo Salomón, se observa algo sorprendente: no hay batallas que pelear, no había guerras contra pueblos enemigos que luchar, porque todas las batallas necesarias las había peleado David. De esta manera, cuando Salomón toma la posta, solo se dedicó a edificar, y expandir el reino sin requerir de muchos esfuerzos, ya que su padre le había preparado el terreno mucho tiempo atrás. Sin embargo, sucedió que la única batalla que no había vencido David era la batalla contra la lujuria. Como sabemos, Salomón no solamente fue vencido por ese demonio, sino que da la sensación que ni siquiera peleó contra él. Y fue ese demonio que llevó a dividir a Israel.
Todas las batallas que no ganamos van a tener que ser enfrentadas por nuestros hijos y ganarlas. Si nosotros tenemos en cuenta esto vamos a poder ayudarlos y vivir de forma consciente, sintiéndonos responsables del legado que le dejamos a nuestras próximas generaciones.
Cuando uno comienza a analizar lo misterioso que sucede en cada familia y en cada individuo puede darse cuenta que hay algo hereditario que sucede sin control. Solo cuando creemos en Jesús y tenemos el Espíritu Santo podemos ser ayudados a discernir las cosas espirituales que atan nuestras vidas, y ser totalmente libres de las consecuencias de los pecados de nuestros antepasados para así poder edificar una nueva herencia, enfocada y cimentada en lo eterno.