En el evangelio de Juan, se dice que los judíos son incapaces de creer porque “unos a otros se rinden gloria” (5:44). Parece que hay una incompatibilidad radical entre el respeto humano y la auténtica fe en Cristo. Las caricias o el desprecio de nuestros pares se vuelve más importantes que la aprobación de Jesús.
El pecado dominante en mi vida adulta ha sido mi cobarde negativa a pensar, sentir, actuar, responder y vivir a partir de mi auténtico yo, por miedo al rechazo. No me refiero a que ya no creo más en Jesús. Todavía creo en Él, pero la presión de los pares ha establecido límites a las fronteras de mi fe. Tampoco me refiero a que ya no amo más a Jesús. Todavía lo amo mucho, pero a veces amo otras cosas, específicamente (y aún más), mi reluciente imagen. Cualquier límite autoimpuesto a mi fe y mi amor por Jesús inicia inevitablemente una traición de algún tipo. Marcho en fila india con los apóstoles intimidados: “Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron” (Mateo 26:56).
Las opiniones de los demás ejercen una sutil pero controlada presión sobre las palabras que digo y las que callo; la tiranía de mis pares controla las decisiones que tomo y las que me niego a tomar. Tengo miedo de lo que otros puedan decir. Somos inmovilizados por el pensamiento: ¿qué dirán los demás? La ironía de todo esto es que las opiniones a las que más les tememos no son las de las personas que realmente respetamos, sin embargo, estas mismas personas influyen en nuestras vidas más de lo que queremos admitir.
Este enervante miedo a nuestros pares puede crear una mediocridad atroz. Cuando admitimos libremente el misterio de sabernos amados y aceptamos nuestra identidad esencial como hijos de Abba, poco a poco ganamos autonomía con respecto a las relaciones que nos controlan. Nos convertimos en personas guiadas por nuestro interior en lugar de estar determinados por lo exterior. Los destellos fugaces de placer o de dolor causados por la afirmación o la privación de otros nunca van a desaparecer por completo, pero su poder para inducirnos a la autotraición disminuirá.
La pasión no es una gran emoción, sino una determinación de acero, disparada por amor, para permanecer centrado en la conciencia de la resurrección presente de Cristo, un impulso a permanecer arraigado en la verdad de lo que soy, y una disposición a pagar el precio de la fidelidad. Ser dueño de mi propio “yo” en un mundo lleno de voces contrarias al Evangelio requiere una enorme fortaleza.
En esta década de tanta charla religiosa vacía y de la proliferación de estudios bíblicos, curiosidad intelectual ociosa y pretensiones de importancia, la inteligencia sin coraje está en quiebra. Los cuatro evangelistas no nos ahorran los detalles brutales de las pérdidas que sufrió Jesús por el bien de la integridad, el precio que pagó por la fidelidad a su pasión, su persona y su misión.
Su propia familia pensaba que necesitaba el cuidado de custodios (Marcos 3:21), fue llamado glotón y bebedor de vino (Lucas 7:34), los líderes religiosos sospechaban que estaba poseído por un demonio (Marcos 3:22) y los espectadores lo llamaron con palabras insultantes. Él fue rechazado por aquellos a quienes amaba, fue considerado un perdedor, fue expulsado fuera de la ciudad y lo mataron como a un criminal.
La pobreza de la singularidad es el llamado de Jesús a ponerse de pie completamente solo cuando la única alternativa es llegar a un acuerdo por el precio de su integridad. Es un sí solitario a los susurros de nuestro verdadero ser, un apego a nuestra identidad esencial cuando el compañerismo y el apoyo de la comunidad son retenidos. Es una valiente determinación a tomar decisiones impopulares que expresan la verdad sobre quiénes somos (no de lo que pensamos que deberíamos ser o de lo que otra persona quiere que seamos).
Significa confiar en Jesús lo suficiente como para cometer errores y creer que su vida seguirá teniendo pulso dentro de nosotros. Es la inarticulada, desgarradora entrega de nuestro verdadero yo a la pobreza de nuestra propia y misteriosa personalidad. En una palabra, hacernos valer por nosotros mismos es a menudo un acto heroico de amor.
La medida de nuestra profunda conciencia de la resurrección presente de Cristo es nuestra capacidad de luchar por la verdad y de mantener la desaprobación de otras personas importantes. Un aumento de la pasión por la verdad evoca una creciente indiferencia a la opinión pública y a lo que la gente diga o piense.
Ya no podemos ser arrastrados con la multitud o hacer eco de las opiniones de los demás. La voz interior que dice: “Ten ánimo. Soy yo. No tengas miedo”, nos asegura que nuestra seguridad descansa en no tener ninguna seguridad. Cuando nos hacemos valer por nosotros mismos y reclamamos la responsabilidad de nuestro propio y único yo, crecemos en autonomía personal, fortaleza y libertad de las ataduras de la aprobación humana.
Cuando nuestro sentido de nosotros mismos está ligado a alguna tarea en particular (servir en un comedor social, promocionar la conciencia ambiental o dar instrucción espiritual) tomamos un enfoque funcional de la vida, el trabajo se convierte en el valor central, perdemos el contacto con el verdadero yo y con la feliz combinación de dignidad misteriosa y polvo pomposo que somos en realidad.
La fe nos convence de la resurrección presente de Jesús. Pero, como ha señalado Sebastián Moore: “En la religión siempre se esconde el temor de que hayamos inventado la historia del amor de Dios”. La fe genuina nos lleva a conocer el amor de Dios, a confesar a Jesús como Señor y a ser transformados por lo que sabemos.
Un compromiso que no es visible en el humilde servicio, el discipulado sufriente y el amor creativo es una ilusión. Jesucristo es impaciente con las ilusiones, y el mundo no tiene interés en las abstracciones. “Todo el que me oye estas palabras y no las pone en práctica es como un hombre insensato que construyó su casa sobre la arena” (Mateo 7:26). Si nosotros pasamos por alto estas palabras del Gran Rabí, la vida espiritual no será nada más que una fantasía. El que habla, sobre todo si habla con Dios, puede afectar a muchos, pero el que actúa realmente lo hace con toda seriedad y demanda más nuestra atención. Si usted quiere saber lo que una persona realmente cree, no solo escuche lo que dice, vea lo que hace.
Un día, Jesús anunció que no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Luego procedió a compartir el pan con un notable pecador público, Zaqueo. Al compartir la mesa, Jesús actuó por su pasión por el Padre, cuyo amor indiscriminado permite que caiga su lluvia sobre los hombres honestos y deshonestos por igual. La inclusión de los pecadores para compartir una comida es una expresión dramática del amor misericordioso del Dios redentor.
Jesús rompió la ley de las tradiciones cuando el amor de las personas lo exigía. A regañadientes, los fariseos se vieron obligados a reconocer la integridad de Jesús: “Maestro, sabemos que eres un hombre íntegro. No te dejas influir por nadie porque no te fijas en las apariencias, sino que de verdad enseñas el camino de Dios” (Marcos 12:14). A pesar de que era una estratagema para atraparlo, este reconocimiento nos dice algo del impacto que Jesús tenía en sus oyentes. Una vida de integridad tiene influencia profética incluso en los cínicos.
En otro momento de su ministerio terrenal, Jesús dijo: “El Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir” (Mateo 20:28). En la víspera de su muerte, Jesús se quitó el manto, se ató una toalla a la cintura, echó agua en un cuenco de cobre y lavó los pies de sus discípulos. La Biblia de Jerusalén señala que tanto el vestido que usaba como la tarea que hacía eran propios de un esclavo. Un profundo misterio: Dios se convierte en un esclavo. Esto implica, muy específicamente, que Dios quiere ser conocido a través del servicio.
Al participar en la experiencia de lavarnos los pies, Jesús se dirige a nosotros directamente, demandando nuestra completa atención, mientras nos mira a los ojos y hace esta afirmación colosal: “Si quieres saber cómo es Dios, mírame. Si quieres saber que tu Dios no viene a gobernar sino a servir, obsérvame. Si quieres una garantía de que no inventaste la historia del amor de Dios, escucha el latido de mi corazón.”
Esta afirmación asombrosa e implacable acerca de sí mismo sigue siendo la idea central con la que tenemos que enfrentarnos. Nadie puede hablar por nosotros. La gravedad de las consecuencias de la confesión “Jesús es el Señor” revela el costo del discipulado, la destacada importancia de nuestra confianza y el valor insustituible de la fortaleza. Jesús también sabía estas cosas. Con una inquebrantable pasión por su Padre y una amorosa determinación de hacer el bien a todos, abandonó lo que tenía que abandonar, hizo lo que tenía que hacer, confió donde tenía que confiar y fue fiel hasta la muerte.
Extracto sacado del libro:
Ficha
- Título: El impostor que vive en mí
- Autor: Brennan Manning
- Año: 2019
- Páginas: 240