En todos estos años de liderar y servir a la iglesia, comprobé lo mucho que nos cuesta trabajar en equipo. Pero, por más que nos cueste, nadie puede negar que ella es un diseño de equipo.
Dios la ideó para unificar las fuerzas de la diversidad de propósitos que Él mismo plantó en nosotros. El problema surge cuando no existe el trabajo mancomunado, y por lo tanto, la iglesia se ve limitada en su capacidad de influencia.
La unidad no reside en la uniformidad. Todos somos únicos, y eso es bueno.
Poseemos un conjunto de capacidades, atributos y propósitos que nos hacen irreemplazables. Pero ¿cómo hacemos para que nuestra singularidad confluya con los planes de Dios para la humanidad? La clave está en la iglesia.
Más allá de ser únicos, Dios pensó a la iglesia como unificadora de la diversidad a la que hice referencia. Por eso, el éxito de ella reside en abrazar un proyecto común de transformación del territorio al que fue llamada. Esto es lo que comúnmente llamamos visión.
¿Transformar el territorio?
Por supuesto. Esto es lo que el Evangelio del Reino provoca cuando confluyen distintas capacidades en el equipo de Dios. Cuando nos reunimos, Él está entre nosotros y somos entrenados, activados y capacitados para desarrollar sus planes.
La primera comunidad de seguidores de Jesús estuvo plantada en Jerusalén y tuvo una visión clara. Los pocos registros que tenemos atestiguan que la iglesia era de “un solo sentir y pensar” (Hechos 4:32). Recordemos que a Jesús lo siguieron personas de diversas clases sociales y formación cultural. Pero esto no fue un problema. La Biblia atestigua que tenían un proyecto común que los unificó y les permitió crecer a pasos agigantados (Hechos 5:14).
La unidad en la diversidad trae crecimiento en todos los aspectos porque nos permite tirar para un mismo objetivo.
Cada uno aporta lo que Dios depositó en su vida y se retroalimenta con los demás, ayudándose con las cargas y empujando el avance del Reino de Dios en la ciudad que los acoge.
¿A dónde quiero llegar con esto? Necesitamos ver a la iglesia desde su diversidad para comprender el rol que nos toca a cada uno. No entender esta realidad ha sido motivo de divisiones y estancamiento en distintas etapas de la historia de la Iglesia.
Pablo ya se percató del asunto cuando tuvo que tratar con la que estaba en Corinto. En la primera carta que les envió da una descripción magistral del problema que tenían. Cada uno se identificaba con líderes espirituales distintos, sin distinguir que todos desarrollaban una parte del trabajo en la plantación de la iglesia. Como si fuera una planta, Pablo dijo: “Yo sembré, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento” (1 Corintios 3:6).
Esta visión del funcionamiento de la iglesia atraviesa el Nuevo Testamento, y debe ser también nuestra visión. Cuando Pablo describió a la iglesia la llamó “el cuerpo de Cristo” (Romanos 12:4-5; 1 Corintios 12:27; Colosenses 1:18). Esto significa que, como en el cuerpo humano, cada parte tiene un papel que cumplir, y todos los roles son importantes. Cuando uno no funciona, el resto se ve afectado.
Esto incluso se ve reflejado en quienes fueron llamados a tener un rol de formación para la Iglesia. Podría decir que en Efesios 4:11 está el equipo que Jesús mismo constituyó: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros.
Así que nuestra comprensión de la iglesia como un equipo debe alcanzar a toda la comunidad, sin importar la función. Por eso, Pablo llega a afirmar que “los miembros del cuerpo que parecen más débiles son indispensables” (1 Corintios 12:22). ¡Todos importan cuando se trata del avance del Reino!
En los días que van a venir, nuestras victorias como iglesia estarán determinadas por nuestra capacidad de formar buenos equipos. Por lo tanto, como líderes espirituales, trabajemos para sacar a relucir el potencial que Dios depositó en la gente. Una vez que ese potencial esté alineado a los propósitos del Señor, sé que el Espíritu Santo nos dará la capacidad estratégica para liderar a una iglesia unida y vencedora.