Hace algunos años, alguien dijo: “El amor que se inclina es GRACIA”. Crecí en el Señor conociendo la GRACIA como el favor inmerecido de Dios hacia nuestras vidas, y pensé que solo esa expresión lograba describir todo lo que significaba.
Encuentro que, a lo largo de la historia de la Iglesia, encasillar en definiciones estrictas virtudes eternas nos ha dejado cortos en entendimiento y disfrute de la realidad de Dios; o, como dice un amigo, hemos puesto puntos y finales en asuntos que realmente llevan una coma.
Gracia es una de las expresiones más escritas en la Biblia, sin embargo, en las Escrituras no aparece ninguna definición acerca de ella. Lo que sí podemos ver es su impresionante obrar de amor y la vida de hombres que vivieron llenos de ella.
Definitivamente, nuestro primer encuentro con la gracia tiene que ver con ese favor extendido que no merecíamos, ni podíamos ganar. Ella se manifiesta como ese canal del cual fluye el corazón generoso del Padre, de cuya desmedida bondad hemos sido receptores e invitados a participar de una salvación que no podríamos obtener ni haciendo millones de buenas obras.
Pero lo peor que podríamos hacer es quedarnos mojándonos los pies en la orilla, ante un océano tan profundo como la gracia. Necesitamos urgentemente una experiencia más profunda con todo su contenido, con sus diversas expresiones, con su realidad, con su obra de justificación, con su poder transformador y con el privilegio de estar sentados en una mesa donde podemos comer de Cristo permanentemente.
Años atrás, escuché a alguien hablar de la gracia como un diamante; si lo miras, ves una gran pieza; pero si lo observas con detalle, podrás ver que está conformado por muchos lados, y esto es una maravillosa alegoría de lo que podemos encontrar en 1 Pedro 4:10 (NBLA): “Según cada uno ha recibido un don especial, úselo sirviéndose los unos a los otros como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”. En su sentido más puro, la palabra multiforme significa: ‘abundante’, ‘mucho’, ‘variado’, ‘grande’, ‘tipos’.
Miremos por un momento algunas descripciones que la Biblia nos muestra acerca de la gracia:
- “¡Por gracia ustedes han sido salvados!” (Efesios 2:4-5): Salvados por gracia.
- “… pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó…” (Romanos 3:23-24): Justificados por gracia.
- “Y, después de que ustedes hayan sufrido un poco de tiempo, Dios mismo, el Dios de toda gracia que los llamó a su gloria eterna en Cristo, los restaurará y los hará fuertes, firmes y estables” (1 Pedro 5:10): Perfeccionados por su gracia.
- “Pero él me dijo: Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9): Gracia suficiente
- “Tú, pues, hijo mío, fortalécete por la gracia que tenemos en Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1): Fortalecidos por la gracia.
La gracia de Dios no simplemente nos abrió la puerta a la vida eterna, también nos hizo envases contenedores de plenitud. Nos colocó en Cristo, el lugar donde el pecado está muerto para nosotros, y nosotros, para él. Nos sostiene y nos sustenta, se vuelve nuestra fortaleza y libertad, y hasta el último día de nuestras vidas, trabaja en lo profundo de nuestros corazones conformándonos a la gloriosa imagen del Hijo de Dios.
Todo en la vida del espíritu es gracia. No hay llamado, avance, fruto, revelación o servicio que no sea para la alabanza de la gracia divina que opera en el corazón de los hijos. El estándar de la ley presentaba al corazón del hombre una posición inalcanzable, que dejaba en evidencia su incapacidad de salvarse así mismo de su naturaleza pecaminosa, pero la gracia se entregó en una cruz, el lugar donde el corazón del Padre quedó satisfecho eternamente y, por medio de ella, podemos vivir todo lo que es Cristo en nosotros.
Si dejo de contemplar por un momento la gracia de Dios, solo veré las ruinas, miserias e incapacidades de un corazón endurecido que quiere producir buenos frutos para Dios, pero qué asombroso e inexplicable amor el de Cristo, quien es la gracia misma en nosotros, el que cumple todo lo que el Padre espera.
Cristo habita en el hombre y conquista todo su interior; se convierte en el fruto, la medida y la expresión de la verdadera adoración, aquella obediencia que el Padre cosecha de su Iglesia.
¿Cómo un pescador impulsivo e imprudente luego nos regala dos cartas tan pastoralmente amorosas como 1 y 2 de Pedro? Otra vez es la gracia abriéndose paso, y haciendo florecer en el corazón la vida que expresa a Dios, a medida que encuentra en ella toda suficiencia.
Vayamos más profundo como generación, que se avive nuestro corazón en oración y amor por las Escrituras, para migrar de conceptos delgados y superficiales a realidades profundas, extravagantes y verdaderas disponibles en Cristo para su Iglesia.