Todos coinciden en decir que la cuarentena nos expuso a un hecho inédito en la historia moderna. La Iglesia no se vio excluida de esta realidad. De la noche a la mañana, los templos y lugares de reunión tuvieron que cerrarse, y lo único que tuvimos a disposición para “hacer iglesia” fueron los medios digitales y dispositivos móviles, dando lugar a la “Iglesia virtual”.
Por supuesto, los mejor parados ante este asunto fueron aquellos que habían invertido en el ámbito de la comunicación. Esta no es una lección menor. Ellos no solo tenían un celular para trasmitir, sino todo un equipo de televisión listo. De la noche a la mañana, las redes sociales se vieron plagadas de transmisiones de todo tipo. Los lives llenaban los dispositivos de todos. Sea como sea, la Iglesia no se detuvo.
Ahora bien, un problema que comenzó a quedar en evidencia ante esta situación inédita fue el arraigo de la gente a su iglesia local. Muchos comenzaron a “congregarse” en ministerios de otro país, y empezaron a seguir los consejos de reconocidos líderes a los que solo conocían por sus posteos en redes sociales. ¿Hay algo malo en todo esto? No, pero sí.
Necesitamos una comunidad de fe
Amo la oportunidad que nos da la globalización de poder estar conectados a la Iglesia en todo el mundo. Aprendemos mucho el uno del otro, porque somos un solo cuerpo, y el Padre dio algo único a cada uno para dar. Pero, a su vez, esta realidad expone cuán arraigada está la gente a la comunidad de fe que la contiene.
Lo que no debemos olvidar es que la vida cristiana se trata de ser discípulos. Un discípulo, es alguien que busca aprender de su maestro. En nuestro caso, imitamos a gente que imita a Jesús (1 Corintios 11:1). Ya sé que estamos imitando a gente imperfecta, pero ¿quién es perfecto? Por encima de las imperfecciones, la vida cristiana se trata de ser como Jesús.
Así que, un discipulado es una relación estrecha que trazamos con una persona en la que confiamos. Entonces, ¿cómo podríamos ser discipulados por alguien con quien no tenemos relación? Sencillamente, es imposible. En este sentido, la cuarentena está exponiendo la realidad de nuestras comunidades de fe. Y, por lo que entiendo, esto demanda una revisión de dos partes: tanto de líderes espirituales como de discípulos.
Primero, si no logramos conectar con nuestra gente, deberíamos revisar qué está sucediendo con nosotros como líderes. Quizás, debamos analizar con la ayuda del Espíritu si estamos dando el alimento que necesitan, y rever la conexión que trazamos con nuestra comunidad.
Ocupar una posición de liderazgo no pasa por un título que nos asignan sino por una relación que trazamos que demanda intencionalidad de nuestra parte. Y es bueno aclarar que intencionalidad es sinónimo de tiempo invertido en el otro.
En segundo lugar, como discípulos, deberíamos aprender a retener lo bueno de la Iglesia global, sin dejar de valorar, por encima de lo anterior, el consejo y la visión de la casa que nos acoge. Por más errores que puedan tener, es difícil que alguien que nos conoce nos dé un mal consejo. Valoremos a la gente que invirtió su tiempo y palabras en nosotros, porque esa es una expresión del amor del Padre.
Como no existe algo semejante a una Iglesia virtual que vaya a rescatarnos cuando tengamos una necesidad, afiancémonos a la iglesia local. Desde que Jesús partió a la presencia del Padre, esta ha sido el diseño de Dios para que podamos desarrollar nuestra vida espiritual saludable.
Por supuesto que jamás encontraremos la comunidad perfecta (tampoco la encontraríamos a través de la Iglesia virtual). Pero, de esto se trata la iglesia: de un conjunto de personas que están aprendiendo, llenas del Espíritu Santo, que se aman, hacen vida juntos y se complementan con sus dones y propósitos. En un tiempo de tanta incertidumbre, fortalezcamos las relaciones con las personas que Dios nos puso en nuestra comunidad de fe. La victoria de la Iglesia en todo el mundo, en los días que vendrán, depende de esto.