Hace años me llegó una invitación diferente que realmente me dejó sorprendida. Se trataba de una propuesta para participar en una mesa donde compartíamos reflexiones existenciales con representantes de diversas religiones y filosofías mundiales. El objetivo era escuchar sin juzgar, aprender a valorar al prójimo desde su interpretación de la vida y establecer puentes de unión que fueran más fuertes que las diferencias. Sin embargo, detrás de tal convocatoria altamente ecuménica y disfrazada de tolerancia, no podía evitar preguntarme: “¿Cómo es posible que estén tratando a Jesús en la mesa como uno más?”.
Ese día experimenté una ínfima parte de la magnitud compasiva que siente el Padre al ver la ceguera de tantos corazones, seguido de una profunda tristeza por el desprecio a su Hijo. Fue entonces cuando el Espíritu Santo abrió mis ojos a comprender que solamente hay dos maneras de caminar a este lado de la eternidad. Se nos dice que hay hasta 10.000 religiones distintas en el mundo, la mayoría con un pequeño número de seguidores, pero algunas con un mayor número de adheridos. Sin embargo, independiente del líder o idea de dios que otros sigan e indistintamente del pensamiento cultural en el que se haya crecido, solo existen dos opciones de vida: una es la exaltación del logro humano, y la otra es la rendición por el logro divino.
En aquella invitación me percaté de que la mayoría de religiones caen en la primera categoría: la religión del logro humano. Animan a sus seguidores a esforzarse para pagarse su propia salvación. Estos deben realizar rituales, ceremonias y otras buenas obras para estar bien con su ideario divino. Otros en el mismo grupo, son entrenados para liberarse del sufrimiento desde una transformación mental a fin de lograr la paz y el descanso interior deseados. Definitivamente todo esto es esfuerzo humano.
Solamente el verdadero cristianismo se fundamenta en el logro divino: lo que fue consumado por Cristo una sola vez y para siempre en la cruz. La cruz de Cristo es la gran línea divisoria entre el destino al infierno o una eternidad en los brazos del Padre. No hay otro camino a la Vida fuera del logro divino que pagó Jesús: “Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos (Hechos 4:12)”.
Veía almas buscando en sus propias fuerzas el verdadero descanso frente a la preciosa invitación de las Escrituras: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar (Mateo 11:28)”. Escuchaba atentamente cómo trataban de liberarse de sus propias aflicciones mientras retumbaba en mi corazón: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres (Juan 8:36)”. Pareciera como si cada declaración y petición que salían de sus bocas era rápidamente contestada por la Palabra en mi mente. Entonces, ¿cómo puede ser que en aquella mesa de debate se mencionara el sacrificio de Jesús como un evento más en la historia?
Obtuve la respuesta cuando descubrí que la verdadera Vida significaba morir a todo logro humano. Resulta más fácil el autoconvencimiento de que merecemos nuestra propia salvación o jactarnos de nuestras obras antes que ser confrontados por el pecado. Esta es la realidad. La cruz elimina todo orgullo en uno mismo y todo engrandecimiento humanista. Implica rendirnos, entrar por la puerta estrecha, ver nuestra basura para entregarla a sus pies y clamar como pobres pecadores merecedores del infierno, a fin de experimentar el gran regalo de que Él borró cada una de nuestras transgresiones con su preciosa sangre.
El evento único de la cruz se convirtió en la eterna transacción por la cual Dios podría salvarnos. La deuda del pecado está pagada en su totalidad; la justicia y la ira de Dios han sido completamente satisfechas. Por esto, la Salvación no es jactarnos en otro logro más que en la misma cruz de Cristo porque hizo todo lo que nunca podríamos hacer por nosotros mismos: “Pero lejos esté de mí el jactarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo (Gálatas 6:14)”.
Quizás estás leyendo este artículo y llevas tiempo tratando de “salvarte a ti mismo” o te has quedado en una educación religiosa sin confiar plenamente en el sacrificio de Jesús. Si es tu caso, te animo a que puedas leer la siguiente oración con sinceridad en tu corazón: “Gracias Dios por el privilegio que me das de conocerte. Hoy te entrego mi vida. Sé que soy un pecador, y me arrepiento. Creo que Jesús murió en la cruz y derramó su sangre por mi pecado, y que resucitó. Quiero que seas mi Salvador. Ayúdame a vivir agradándote. Amén”.