¡Soy mamá! Sí, y lo pongo con signos de admiración porque sin lugar a duda es una de las cosas más significativas que me ha pasado en la vida. La gracia del Señor ha permitido que en el año 1999 llegara Luciano. Cuatro años después Florencia completó
la familia.

Gracias al Señor tuve dos embarazos muy buenos y ambos partos fueron rápidos y de recuperación óptima. Debido a esto, me he autoarrogado el título de “predicadora del buen parto”. Me agota escuchar a las mujeres mayores de la iglesia o de la familia relatando experiencias espantosas que hacen que las jovencitas se vuelvan partofóbicas.


Frente a esta realidad, he hablado muchas veces con las chicas de mi entorno tratando de traerles algo de paz al respecto. Y es que tenerle miedo al parto es normal, pero no es el eje de la cosa. Un nacimiento es un hecho por sobre todas las cosas biológico,
natural. Todos los mamíferos nacen del mismo modo.


La gran diferencia en este mundo terrenal no está dada por la forma de dar a luz sino por la manera de criar.

¡Ninguna especie animal está pendiente del bienestar de sus crías para todo el resto de la vida! El parto no es el problema. El problema comienza treinta segundos después. Alimentar, educar, fomentar buenos hábitos, escoger una buena escuela, enseñarle a
elegir buenas relaciones, disciplinar y ¡amar! Esas son las responsabilidades de los buenos padres. Sin embargo, cuando a estas obligaciones sumamos el aspecto cristiano, la apuesta se redobla. ¿Somos conscientes de que criamos para la eternidad y que nuestra responsabilidad es primeramente para con Dios?

El apóstol Pablo dice en Efesios 2:10 que somos hechura de Dios y que Él preparó buenas obras para nosotros. ¡Qué alentador fue saber que el Señor pensó en mí antes de hacer los cielos y la Tierra! Pero un día Él me dio vuelta la historia y me dijo acerca
de mis hijos:

“No son tu hechura, no son tu plan, no están hechos para andar en sus propios caminos, bajo tus perspectivas de vida. Yo los hice, y las obras por las que van a andar están preparadas por mí desde mucho antes de que siquiera estuvieran en tu mente”.

Ese día se dio vuelta mi mundo. No somos conscientes de la terrible responsabilidad que representa la tarea de criar estando en Cristo. Cada acierto y cada falla puede tener incidencia en la eternidad de nuestros hijos y los que se relacionen con ellos. Visión de Reino, espíritu de servicio, entrega son vocablos que aplicamos a la vida de nuestra congregación, pero no a nuestro hogares que es, después de todo, nuestra primera iglesia. ¿Y por dónde empezar? ¿Le compro una Biblia? ¿Lo inscribo en un colegio evangélico? ¿Le hago escuchar música cristiana? Todo eso está bien, pero arranquemos desde las definiciones, desde las bases.

¿Qué es un hijo?

Muchas veces escuché decir que un hijo es un préstamo, algo que Dios nos otorga durante un tiempo para que lo disfrutemos. Claro que disfrutamos a nuestros hijos, pero esta me parece una razón pobre para una responsabilidad tan grande. Durante un tiempo se puso de moda el concepto de mayordomía. Esta idea le sumaba un condimento extra al asunto.


En un préstamo la única responsabilidad es devolver lo prestado en las mismas condiciones en las que fue recibido. La mayordomía no solo implica posesión temporal, sino también administración responsable. El mayordomo, según el concepto bíblico, debe engrandecer y multiplicar aquello que le fue otorgado.


Recordemos las parábolas de los talentos y de las diez minas. En ambas recibe castigo aquel siervo que devuelve la moneda sin haber trabajado con ella. Si la mayordomía fuera el caso, entonces estaríamos más cerca del propósito de la paternidad en general.
Pero sabiendo para quién administramos, no podemos formar nuestros hijos según criterios propios.

El punto es llevarlos al modelo original, al del Edén. ¡A su imagen y semejanza! Nuestro máximo objetivo como padres cristianos es contribuir a la restauración de esa imagen.


Dios nos constituye e este rol para llevarlos, como también dice Efesios: “… a la plena estatura de Cristo” (Efesios 4:13). Todo lo demás, puede ser importante, pero secundario. Formar la imagen de Cristo en ellos, esa es la meta. Por eso me gusta pensar en los hijos como una franquicia, un producto que puedes disfrutar, pero respetando el formato que le dio su Creador.


¿Qué crees que verás en tus hijos cuando hayas concluido tu tarea? ¿Tus frustraciones redimidas? ¿Tu genética triunfante? ¿Un ser formado a la medida de las necesidades de este mundo? ¿Qué verán los demás al contemplar el resultado de la crianza que les has dado? Pues ahí lo tienes en los brazos como arcilla moldeable, dispuesto a que tus manos sean guiadas por las manos del Alfarero. Formarlos es la tarea, pero debemos hacerlo a su imagen, conforme a su semejanza.

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