Una de las cosas más maravillosas que nos han acontecido en nuestro traslado a Su presencia, es que nuestra geografía ha cambiado. Ya no somos esclavos de las tinieblas, ahora somos hijos de luz.
En una de estas últimas noches, recostado sobre mi cama y mientras todos dormían, había algo que me impedía dormir, y era la presencia suave, dulce y tierna de Dios. Era solo pensar en la dicha de ser Su hijo, que hacía que en mi interior haya un deleite creciente e incesante. Con esto no digo que uno viva ignorando la presencia de Dios y que ella sólo puede experimentarse esporádicamente. ¡No! ¡Absolutamente no! Lo que digo es que Dios nos propicia momentos tan preciosos, que deben ser exprimidos, para que estemos concentrados solo y exclusivamente para Él. Son ventanas oportunas que se abren, las cuales están condicionadas por la tranquilidad del hogar, el silencio, el cese de actividades y el cierre de un día largo.
Fue en esa noche que el Espíritu Santo me llevó a considerar lo bendecidos que somos por el hecho de vivir en Él. Pero también me llevó a meditar sobre que ese disfrute no debe ser solo posicional, sino además funcional.
Lo que deseo escribir en estas líneas es sencillo. No solo gocémonos por la posición eterna que tenemos mediante la cruz, sino también por aquella función eterna que nos ha sido dada por Gracia. Todos tenemos la dicha de no solo proclamar que estamos en Él, sino de también manifestar aquella posición que la cruz nos otorgó.
Recordaba este pasaje:
La cruz nos reconcilió con Dios. Y esta reconciliación trajo resultados extraordinarios:
- Fuimos trasladados a Su propia presencia.
- Somos santos.
- Fuimos liberados de toda culpa.
- Nos presentamos delante de Dios sin faltas.
¡Esto ha hecho la cruz! ¡Esta es nuestra eterna posición!
Ahora no solo podemos decir que Cristo murió por nosotros, sino que nosotros hemos sido crucificados juntamente con él. El resultado es que fuimos trasladados a la unidad que el Hijo tiene desde la eternidad con su Padre. (Jesús en Juan 17 le llama “perfecta unidad”, al decir: “yo en ellos y tú en mi…”).
Comencemos a disfrutar esta posición. Una posición que no tenemos temor en proclamar. Una posición de honra, justicia, paz y gozo. Sencillamente, esta es la posición que tenemos en su Reino.
Ahora bien, esta posición no debe quedar en el plano del saber (conocimiento superficial) o de la simple notificación que arroja “tranquilidad” a nuestra vida. Es correcto sentirse con abundante paz, ya que no es un asunto a ignorar, pero la posición no lo es todo.
Cuando retrocedemos unos versículos, en colosenses, nos damos cuenta que allí no solo se describe la posición, sino también la función a desarrollar como agentes trasladados. Como personas que pasamos de ser individuos a ser miembros, nuestra función cambia. Por ejemplo, un individuo siempre vivirá en absoluta independencia, en cambio el miembro vive en una eterna dependencia, no solo de la cabeza, sino de todos los miembros que le rodean (así lo describe Pablo a los Efesios).
Comenzaremos diciendo que una persona trasladada a la presencia de Dios es alguien que no se muestra a sí mismo, sino que muestra a Dios.
- Ser Iglesia, es haber experimentado el traslado de ser un individuo a ser un miembro.
- Ser Iglesia es haber perdido mi imagen, para ganar la suya.
- Ser Iglesia es haber cambiado el sustento, raíz y origen de todo lo que realizo.
- Ser Iglesia es hacer todo en Él, por Él y para Él.
Claramente nuestra función es transformada. No somos los mismos desde aquel momento en el que su presencia nos absorbió y en Su espíritu fuimos bautizados.
«Haber sido traspasados por la cruz no solo es un hecho de posición, sino también de función».
En esta temporada que iniciamos, habrá un fuerte énfasis en lo que no solo sabemos que somos, sino en aquello que mostramos y manifestamos.
Nunca dejaremos de proclamar la victoria eterna de la cruz, pero tampoco dejaremos de manifestarla.
Siempre que hablamos de “tener a Cristo”, nos limitamos a señalar aquello que Él provoca en nosotros. Si bien esto no está mal, seguimos con una mirada personal e individual de Su presencia en nosotros.
La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿qué provoca en los demás el hecho de tener a Cristo?
Mi respuesta será muy sencilla. Si bien tener a Cristo genera una experiencia extraordinaria en nosotros, también esto debe ser experimentado por aquellos que me rodean. Por que sí tener a Cristo y vivir en Su presencia solo trae cambios personales, lo que hemos recibido quizás sea un credo, una frase aprendida, algún sentimiento fuerte, o algún tipo de pasión efímera. Tener a Cristo es portar la misma imagen de Dios.
Por lo tanto, no solo hablamos de aquello que Él produce en nosotros, comenzando con un contundente traslado a Su Realidad, es decir, a Su Presencia, sino que además, Él toma dominio y gobierno de nuestras vidas para mostrarse fielmente al mundo. Porque de esta manera el mundo creerá que Jesucristo es el enviado de Dios.
Esta unidad de la que habla Jesús, es una unidad que viene a traer resultados de visión. Dios siempre necesitó un envase para mostrarse al mundo. El primer envase fue conocido como Jesús (Emanuel Dios con nosotros); el segundo envase es La Iglesia, en la cual Cristo es la cabeza.
Haber sido trasladados a Su presencia, es ser Iglesia; no sólo para un disfrute eterno e interno, sino para hacer visible lo invisible.
Dios es visto a través de Su Iglesia; Dios es visto a través de ti y de mí.
¿Usted puede darse cuenta que esto no solo es posicional sino también funcional?
En Cristo no solo tenemos posición, sino también función.
Nuestra función eterna es: ¡que Él sea visto!
- Si en lo que hacemos Él no es visto, nuestra vida es vana.
- Si en aquello que hago Él no se da a conocer, nuestra vida carece de sentido.
- Si lo que desarrollo y gestiono en esta tierra no despierta hambre, interés y pasión por Su voluntad, nada somos.
¿Por qué es tan radical lo que les comunico? Porque la imagen que portamos también la conocemos como amor.
Cuando Pablo le escribe a los Corintios en la primera carta, allí en el capítulo 13 les habla sobre el sinsentido de la vida, cuando aquello que hacemos carece de Su imagen y esencia.
El amor antes de un hacer es un ser. Es decir, yo no amo cuando hago algo, sino cuando muestro a alguien (cuando hacemos visible lo invisible).
Amar es mostrar a Dios. Amar al mundo es que en cada acción hagamos visible al Dios invisible.
Ha llegado al hora de amar al mundo. Ha llegado la hora de amar nuestro hogar, nuestra familia, nuestra tierra, nuestro lugar de trabajo.
No se ama proclamando, se ama manifestando.
Cuando proclamamos su obra, lo que hacemos es encender un luz que rompe las tinieblas y disipa la oscuridad. Pero cuando manifestamos haciendo visible al Dios invisible, el mundo y todo lo que en él hay, es profundamente amado.
No dejes de proclamar, pero tampoco te olvides de manifestar.
Lo que proclamas habla de tu posición, lo que manifiestas habla de tu función.