Algunos teólogos e historiadores suelen dividir la historia de la Iglesia en tres períodos inaugurados, sucesivamente, por la Iglesia primitiva, el Monasticismo y la Reforma protestante. Analicemos la primera.
Tras el martirio de Esteban y tal como Jesús lo había anticipado (Hechos 1.8) los cristianos fueron dispersados por todo el mundo conocido. Huyendo para salvar sus vidas, a donde llegaban fundaban iglesias locales.
Mientras los lugares de “culto” eran las casas, el evangelismo fluía en las ciudades, sobre todo en los mercados y en los talleres. El gran desafío era discipular a los miles de gentiles que se sumaban y desconocían el trasfondo hebreo del cristianismo.
Pero lo cierto es que, cuanto más crecía la Iglesia, más aumentaba la persecución hacia ella. Hacia los años 60 del primer siglo, el emperador Nerón quiso iluminar Roma, y como faltaba mucho para que Edison descubriera la electricidad, decidió “cumplir su cometido” empalando y haciendo arder en fuego a miles de cristianos, a quienes odiaba explícitamente.
Otra forma de hacerlos sufrir era tirarlos en el circo para que lucharan y fueran devorados por bestias, sirviendo de espectáculo para el público. Las paredes del Coliseo, aún hoy en pie, fueron testigos de ese tipo de masacres.
Así surgieron los mártires, hombres que estaban dispuestos a sufrir y dar la vida antes de negar la fe que profesaban. No era fácil ser cristiano en circunstancias tan severas y muchos pensaron que el movimiento fundado por Jesús podía desaparecer.
Con la persecución, y al no poder hacerlo en las casas, surgió la costumbre de reunirse en las catacumbas, los lugares donde estaban sepultados los mártires. Ellos creían que allí la comunión les unía no solo entre ellos y con Jesucristo, sino con sus antepasados en la fe. A su vez, les permitía congregarse en secreto, resguardados de sus perseguidores.
Tertuliano, uno de los más célebres apologistas, escribió cerca del año 200: “Segando nos sembráis, más somos cuanto más sangre derramáis; que la sangre de los cristianos es semilla”. Los números cuentan que para el año 300, 20.000 cristianos habían sido apresados, torturados y asesinados. Pero en todo el Imperio había más de 500.000 cristianos fervorosos, dispuestos a todo.
Por momentos y en algunos lugares la violencia cesaba. Excavaciones arqueológicas han descubierto los restos del templo “más antiguo” que se conozca hasta hoy: data del año 270 y está ubicado en la ciudad de Dura Europos, en Siria. Con paredes de adobe, constaba solo de una pequeña habitación.
Pero hacia el año 312 un hecho haría cambiar para siempre el curso de las cosas. El emperador Constantino, la noche anterior a la batalla del Puente Milvio, la más crucial de su carrera, tuvo una visión de una brillante cruz bajo la que se podía leer la frase “bajo este signo vencerás”. Y venció. Y después de conseguir la victoria se convirtió al cristianismo. También decidió, él mismo, que todo el Imperio romano hiciera lo mismo, aunque sea a la fuerza.
Miles de líderes religiosos dejaron de ser asediados para empezar a ser recibidos con aplausos y como héroes en los subsiguientes congresos y conferencias (llamados concilios) que se iban a celebrar los años subsiguientes.
Como ahora el cristianismo se había convertido en la religión legal y oficial se construyeron iglesias por todo lo largo y ancho del Imperio.
Javier Gómez
De un día para el otro hubo que bautizar a millones de personas y como no había ni bautisterios, ni ríos, ni líderes que pudieran hacer frente a semejante demanda, surgió la idea de bautizar por aspersión: salpicando un poco de agua en la frente de los nuevos fieles, práctica que muchas iglesias mantienen hasta la fecha.
Pero la impronta que Constantino le quiso dar al cristianismo hizo que costumbres y valores seculares se filtraran y modelaron una Iglesia que cada vez se parecía más al Imperio y cada vez menos a su versión primitiva.
Los líderes cristianos empezaron a ser vestidos con ropas suntuosas, similares a las de los reyes, y tratados como personas especiales, dando origen a la aparición de una aristocracia sacerdotal que se asemejaba a la imperial.
“La distancia entre los líderes y los fieles fue aumentando cada vez más y no se correspondía con lo que Jesús y sus discípulos habían encarnado”.
Javier Gómez
Si durante la persecución las iglesias se reunían en criptas o monoambientes, a partir de ahora lo harán en basílicas y templos esplendorosos con grandes salones y columnas, inspirados en las estructuras arquitectónicas de los palacios de los reyes.
Algo empezaba a funcionar mal. Los cristianos ya no eran tan fervorosos como antes porque muchos se habían unido a una religión sin llegar a una verdadera conversión. Y como muchos eran paganos eso contribuyó aún más a llenar la Iglesia de prácticas paganas. Todos coinciden en que era una iglesia diferente a la anterior.
El Evangelio ya no corría el riesgo de ser destruido, estaba en peligro de ser cambiado.
Una de las lecciones de estos primeros 400 años de cristianismo es que el Evangelio funciona de adentro hacia afuera. Más allá de las costumbres o las apariencias que uno pueda exteriorizar, la verdadera conversión es un asunto del corazón.
Y cuando la iglesia se estaba diluyendo, la salvaron los monjes. Pero eso lo veremos en la próxima nota.